Peces, elefantes y gaviotas


Existe un recurso literario llamado la enumeración caótica que, como su nombre indica, es aquella  en la que no existe un criterio que unifique la serie. El título no lo es, aunque pudiera parecerlo.
Con el estupor (estupor. (Del lat. stupor, -ōris). 1. m. Asombro, pasmo. 2. m. Med. Disminución de la actividad de las funciones intelectuales, acompañada de cierto aire o aspecto de asombro o de indiferencia.) instalado a la derecha del padre, para no desentonar con las posiciones mayoritarias del electorado español —el estupor, no yo— me pregunto qué lleva a elegir una determinada papeleta a los hombres y mujeres de este país (la famosa piel de toro —toro desollado, que no se nos olvide).
No entraré en ese juego de lecturas, cifras, estadísticas, datos y porcentajes que dicen lo que se quiere que digan y donde todo quisque arrima el ascua a su sardina mientras el resto ruge como leones, llora como cocodrilos o ríe como hienas.
Mayorías absolutas de señores imputados (pero impecablemente vestidos, que lo cortés no quita lo valiente y aunque la mona se vista de seda, ya sabemos cómo queda). Directores generales y de asuntos económicos en el calabozo mientras se les elige. Presidentas de comunidades autónomas famosas por sus pifias, sus acusaciones infundadas, sus ausencias injustificadas, durante meses, de sus escaños o encubridoras de tramas económicas que llevan trenes de alta velocidad a descampados remotos (por apego a la tierra familiar, que para eso son patriotas y no rojeras) o sientan a dirigir el transporte de la ciudad más caótica de España a un señor que no sabe qué es un MetroBus.
¿Votamos como vamos al fútbol o a misa, sin importar salidas de tono, mentiras flagrantes, delitos a voces?
En la piel de toro —desollado— el electorado de derecha se mueve como el ave que lo representa: la gaviota. Carroñera de mar y tierra que aprovecha el descuido, simpática de lejos y atemorizante de cerca, con buena boca para todo lo que quede cerca de su pico (vivo o muerto), prestas a acudir en grupo, ágiles para levantar el vuelo si se trata de huir o esquivar tormentas, cómodas en playas de arena paradisíaca y grandes escarbadoras de basureros. Votan en bandadas y esperan el botín.
El de izquierda, es un elefante pesado y memorioso, arrastrando las cargas de avecillas menores que se les unen como parásitos, con la piel inexplicablemente sensible, asustadizos antes los ratones de la conciencia (¿Eso qué es?  —dice una gaviota que pasaba por allí), capaces de hacer duelo y altruismo. Dotados para la compasión y el autorreconocimiento, alejándose para votar a solas, esclavos del peso de la responsabilidad social, de la individual, de la conciencia de los propios errores, de la responsabilidad de las promesas hechas.
Y están quienes a veces votan y a veces no, a veces saben por qué y a veces no, puede que se lo pregunten o puede que no. Peces desmemoriados inmersos en la marejada del último titular periodístico, del penúltimo mitin, del antepenúltimo bocata gratis, de la paella gigante más gigante que nunca en las fiestas del pueblo. Demócratas de barra de bar, de tertulia televisiva, de grupo de Facebook, de «yo no voto porque paqué». Votantes de tirar la piedra y esconder la mano.
Puede ser todo eso, o puede ser sólo falta de práctica democrática, de conciencia de nuestras obligaciones civiles (¿Qué es eso? —dijo otra gaviota que pasaba por allí), el miedo al voto útil, o el desconocimiento de a quién castiga el voto de castigo.
Sí, las urnas han hablado: habló el buey y dijo mú. Para ese viaje no hacían falta alforjas. Para el próximo debemos empezar a pertrecharnos o acabaremos diciendo aquello de:  ¡¡menuda fauna!!
María Martín

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